La experiencia de convertirse en madre

Ella suspiró, se notaban las ojeras, reflejo de horas en vela, de noches eternas, de poco descanso y mucho trajín, de ese que ocurre en silencio para no despertar a
nadie, y que uno espera que sea breve para volver a dormir aunque sea un instante. Me contó lo cansada que se sentía. La escuché atenta, necesitaba hablar, echar afuera, reclamar, “¿Por qué es tan difícil?”…una lágrima rodó por su mejilla, luego otra y otra más… Ahí estaba, completamente puérpera, frágil, sensible, cuestionándose, dudando de ella misma. Su relato y su lenguaje no verbal daban cuenta de que esta segunda experiencia de maternidad era muy distinta a cómo fue con su primera hija, me hicieron pensar que cada mujer es un mundo, cada hijo que viene es una experiencia distinta, cada nacimiento es distinto y cada puerperio es distinto. No así el cansancio y el sueño, que es el mismo que aquel que se sintió con el primer hijo. Cada vez que nos convertimos en mamá es una nueva oportunidad para mejorar y dar una nueva versión de nosotras mismas. Es una nueva oportunidad para soltar lo que no nos sirve y empezar de cero. Resetearnos y rearmarnos con lo que esta nueva experiencia nos entrega. Porque luego de haber parido y haber vivido con ello la experiencia más transformadora de nuestras vida, viene un quiebre, un “desestructurarnos”, un remezón, pero uno fuerte, que nos hace cuestionarnos, y con el pasar de los días ese golpe de realidad comienza a decantar, comienza a dar paso a una forma distinta de ver las cosas, nos empezamos a “recomponer”, pieza por pieza, pedazo a pedazo, hasta que un día nos vemos en el espejo y nos volvemos a encontrar. Volvemos a mirarnos y volvemos a querernos, de una manera distinta, con más experiencia, con más sabiduría, con más permisos, sin tanto reproche, más sueltas, más livianas, sin culpas y volvemos a dormir, volvemos a retomar lo que quedó entre paréntesis por un rato. La maternidad nos viene a remecer, transformándonos en la mejor versión de nosotras mismas.